CUENTOS
* En aquel verano de 1978 nuestro barrio cambió para siempre, tras una tormenta y el amanecer que no hubiéramos querido vivir.
Era una calle con encanto. Una típica calle de pueblo. Con casas de corrales grandes donde había perros, gallinas, cerdos, vacas y otros animales.
Donde podían correr los caballos y se tenía un tejabán para guardar los machetes y el talache, la silla de montar. Donde los pájaros se detenían a cantar y hacer sus nidos en las ramas de árboles de mango, guayabos, tamarindos y aguacate. Donde la gente pintaba de blanco la cerca de piedra con pintura hecha con cal, y con escobillas como brochas grandes.
En la bajada larga de la polvorienta calle, ancha y con curvas al pie de un cerro, en cada época de lluvias quedaba el agua roja que bajaba por esa montaña.
Y al final de esa bajada, mi casa. Frente a la misma con el paso de los años se formó una planicie en donde el agua de lluvia se volvía mansa, un charco grande dando vueltas en remolinos lentos para luego dejarse llevar a un arroyo violento.
Quienes crecimos en ese barrio nos disputamos palmo a palmo cada centímetro de la calle después de los aguaceros, en busca de algún objeto que hubiera sido arrastrado y que considerábamos un tesoro. Yo, vecino de la parte más baja de la calle, tenía la ventaja de revisar ahí antes que nadie, pero sólo por breve tiempo porque después era un hervidero de chiquillos inspeccionando la zona.
Impusimos reglas muy claras, por ejemplo que nadie saliera a la calle antes de que el agua bajara a un nivel marcado en la barda de mi casa. Quien se atrevía a desafiarnos tenía impedido revisar la zona en la siguiente tormenta. Desde las ventanas de nuestras casas vigilábamos que nadie cometiera la falta.
Dentro de un balde guardaba lo encontrado: algún llavero mojoso, trompos inservibles, pelotas viejas y ponchadas, pichas –o canicas- y rules grandes, clavos, botes de aluminio, pedazos de fierro. Mi colección era una de las mejores del barrio.
La gran mayoría usábamos botas de hule para prevenirnos de pisar vidrios o alambres. Pero había quienes irremediablemente nos superaban en la búsqueda. Tenían burros o hacían traer grandes cerdos criados en sus casas y montados en ellos revisaban lugares a los que los demás no podíamos entrar, por ejemplo muy cerca del poderoso arroyo que aún después de la lluvia no paraba de rugir, sus aguas rojas y revoltosas.
A Juan, un chavalo que rondaba los 12 años igual que yo, le decíamos “Juan sin miedo” porque sin lugar a dudas era el mejor manejador de cerdos. Huérfano de mamá y abandonado por su papá, vivía con sus abuelos maternos. Acostumbrado a la vida ruda, llegaba a lugares donde otros no podíamos en aquella búsqueda.
Se burlaba porque nuestras madres nos obligaban a ponernos chamarra, mientras que él podía mostrar su espalda y desafiar al frío. Y nos impresionaba.
Juan sencillamente era superior a todos. Había ocasiones que no participaba en la búsqueda de objetos y se quedaba a la orilla de la calle, sin enlodarse y burlándose porque no encontrábamos nada de valor. Pero además nos humillaba lanzando al agua cosas que nosotros hubiéramos querido encontrar; varios se las disputaban y yo aparentaba no ponerles atención, mostrando dignidad, aunque a decir verdad me movían las ganas por recogerlas.
Aunque niño, Juan conocía perfectamente su origen y jamás aceptó que alguien dijera que su papá era un desconocido. Para él, su abuelo era su papá, un viejito arriba de los 80 años de edad al que llamábamos don Justo. Quien dijera lo contrario podíamos pasarla mal.
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Cada día del verano de 1978 Juan nos impresionaba más y más; varias tardes, antes de que finalizaran las tormentas se hacía presente en aquella calle empinada buscando objetos, montado en una puerca grande que días antes había parido más de 10 cerdos.
Rompió la regla de no revisar la calle con lluvia pero nadie se animó a reclamárselo.
Pero aquel animal montado por Juan seguramente presentaba debilidad por el nacimiento de tantos cerdos o fue, por otra parte, tanta la osadía de su jinete de llevarla junto al zanjón, lo único cierto es que sus pezuñas resbalaron y lanzó un chiquillo de miedo mientras era arrastrada por el agua. Juan, por su parte, en un movimiento rápido se puso de pie en el lomo de la puerca y brincó a un lado de la fuerte corriente. Todos vimos que ni el importante peso del animal alcanzó para impedir que fuera llevado aguas abajo.
Estoy seguro de que Juan pasó un gran susto pero cuando vino con nosotros quiso aparentar que nada había ocurrido. Lo recuerdo pálido al arriesgar la vida. Por supuesto nos advirtió que nadie debía comentar el destino de la puerca.
Al día siguiente vi a don Justo buscando al animal en las calles del barrio. Su pelo todo blanco, movía granos de maíz en un sartén para llamar a la puerca, asomándose a los rincones o preguntando a todos si la habíamos visto. Nadie le dio razón y él se quedó con la idea de que se la robaron porque era buena para la cría.
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“Las calmas de agosto” confirmaron la historia popular y hubo pocas lluvias en varias semanas. Los amigos esperábamos con ansias el próximo aguacero para salir a buscar nuestros tesoros. A falta de acción nos reuníamos bajo la sombra de una amapa que creció solitaria a la orilla de la calle, en la pendiente, lugar en el que todos los días se veía a Juan. Alegaba que la amapa fue sembrada por don Justo y por lo tanto era de él.
Ahí pasamos muchas horas de nuestra infancia. Jugamos a los trompos, a las pichas, al bote quemado, a los desencantados, al futbol y al béisbol, a los voladitos, a la cuarta –lanzando una moneda lo más cerca de la del otro hasta que pudiera unírseles con una mano-. En ocasiones salíamos al monte a pajarear con resorteras.
O nos sentábamos en piedras, junto al tronco de la amapa y desde ahí tendíamos el plan de la próxima aventura. Insistíamos a Juan la necesidad de que respetara las reglas pero sostenía que la calle no tenía dueño y que saldría a recoger cosas a cualquier hora. Nadie lo hacía entrar en razón. Y además había otro niño, Pablo, que siempre estaba de su lado y le demostraba fidelidad en todo.
Con el tiempo comprendí que Pablo, un niño con poca gracia, se sentía cómodo bajo la sombra protectora de Juan porque éste jamás se burló de él, a diferencia de otros en el barrio, y en cambio le daba atención y le permitía un lugar importante a su lado. Y eso no era cualquier cosa. Eso se agradece.
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Desde ese lugar se dominaba la calle hacia abajo. Las casas frente a frente pero lejos una de la otra, con cerca de piedra y corrales grandísimos, todos con el baño en una de las orillas como sucede en los pueblos y de láminas de cartón o de asbesto. Y sin puerta, únicamente una cortina sostenida con lo que se pudiera.
Bastaba que no lloviera unos días para que se levantara mucho polvo.
Los ojos también palpaban los daños que las tormentas provocaban en aquella bajada: año con año en esa temporada se formaban grandes surcos y los carros batallaban para poder avanzar. Había conductores que preferían dar un rodeo por otras calles ya que varias veces tuvimos que empujar algún vehículo que quedó embancado, patinando las llantas.
Gentes de otros lugares que no conocían nuestra calle pagaban el precio. Renegaban sin imaginar que ese lugar para nosotros lo era todo.
Sin embargo, la historia de nuestra calle cambió para siempre en la siguiente lluvia que se dejó sentir antes del amanecer. Era una tormenta acompañada de truenos cuyas sombras blancas se metían por la ventana, provocándome miedo. Me era imposible dormir y rogaba a Dios que aquello terminara. No encontraba posición en la cama para enfrentar el sonido ensordecedor de los rayos, que parecían avisar que nada más se ausentaron unos días y que regresaban con más fuerza. El sonido feo me alcanzaba, colándose a través de la cobija.
En la oscuridad busqué mis sandalias y me dirigí a la cama de mi papá y mi mamá. Necesitaba que me quitaran el miedo. Encontré a mi papá despierto, tratando de ver hacia la calle por una ventana de vidrios empañados.
– Como que alguien anda en la calle, hace rato vi luz de un reflector.
– Pero está lloviendo, ¿quién será?.
– No tengo idea, algún loco.
Aquella madrugada encontré el sueño tarde y dormí hasta entrada la mañana por el desvelo provocado por la tormenta, contrario a mi primera intención de levantarme temprano.
Me puse las botas de hule y salí a la calle, donde había pocos niños buscando objetos, seguramente porque la mayoría también enfrentó el desvelo. Nos llamó la atención que hasta nosotros llegó el anciano papá de Juan buscándolo para que fuera a desayunar. Lo vio meterse a la cama en la noche anterior, pero en la mañana no lo encontró. Creía que andaba con nosotros.
Recuerdo a don Justo con una chamarra vieja y dirigiendo sus pasos hacia la casa de unos familiares con la esperanza de que ahí estuviera Juan. Mientras caminaba volteaba a los lados sin encontrar señal de su hijo.
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Horas después supimos el desenlace de mi amigo.
Había salido a enfrentar la tormenta, quizás para sorprendernos de su valentía en la mañana siguiente y sin embargo cayó al arroyo no sé por qué causa. Tal vez fue una inesperada venida de agua que lo sorprendió.
Su cuerpo, su piel blanca, suave por el contacto con el agua, fue hallado metros más abajo, atorado en unas ramas.
Mi mamá no me dejó ir a ver y se lo agradezco. Hasta nuestra casa llegaban los gritos de inmenso dolor. Los amigos que acudieron regresaron espantados, llorando por Juan. Y asustados todos, nada más de pensar que al jugar cerca de la boca del arroyo corríamos mucho peligro.
El cuerpo de Juan fue trasladado a su casa envuelto en una cobija blanca que era sostenida de los extremos por dos hombres. De la cobija escurría agua. Esa imagen me quedó grabada para siempre. Junto a ellos caminaba el papá de mi amigo, preguntándose por qué Dios le pegaba tan duro, llevándose lo que más quería. ¿Acaso no era suficiente con la muerte de su hija cuando Juan nació?.
Pero más me quedó grabada la figura del pequeño Pablo, fiel hasta el último momento de su gran amigo y llorando como quien pierde para siempre a un hermano. Nadie parecía hacerle caso a pesar de que avanzaba a un lado de los hombres con el cadáver. Lo recuerdo con su cara sin color, con las arrugas de un viejo, sus manos juntas en el pecho, sus ojos perdidos encontrándose con los míos pero sin verme. Esa mañana debí abrazar a Pablo para llorar juntos. Pero mi dolor fue en silencio mientras que él, fiel a Juan, lo seguía en su muerte.
El agente del Ministerio Público que dio fe del cadáver reclamó por qué había sido movido del agua si ya no se encontraba con vida.
– Yo lo pedí, señor, no iba a dejar a mi hijo ahí dentro –respondió el anciano-.
Indicó también la autoridad que el cuerpo sería llevado a un hospital para efectuarse la autopsia.
– No señor –comentó el viejito-, Juan sufrió mucho en su corta vida como para que le hagan eso. Aquí todos sabemos que se ahogó solito, buscando sus tesoros.
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Aquellos días de 1978 hubo cambios drásticos en nuestra calle empinada. Se abrieron zanjas para colocarse tubos grandes por donde se llevó el agua de lluvias hasta el arroyo, mientras que en la abertura por la que cayó Juan se puso una reja para que nadie más corriera peligro.
La calle también fue empedrada. Se acabó para nuestra generación la búsqueda de objetos traídos de otras partes por el agua. Por las noches dejamos de juntarnos a platicar y nos refugiábamos temprano en nuestras casas. Evitábamos hablar de Juan, porque temíamos que se nos fuera aparecer.
Pero sigo viviendo ahí.
Después de varias décadas en nuestra calle ya no hay niños buscando tesoros después de las tormentas. Ya no hay trompos de madera y casi nadie sabe de qué se trata el juego de la cuarta. Pocos juegan a los desencantados. Pero cuando de vez en cuando veo niños detenerse bajo la vieja amapa, no puedo menos que asomarme a mi infancia y recordar a mi amigo Juan.
Creo que la amapa sigue siendo de él. O de Pablo, que continúa siendo un solitario.
AVISO: Historia de una Fantástica Calle forma parte del libro de relatos La Generación del Cacahuate, escrito por este reportero.
A la venta (130 pesos) en librería de la Biblioteca Magna de la Universidad Autónoma de Nayarit (UAN); el puesto de periódicos y revistas Mafalda de avenida México, entre Allende y Abasolo en Tepic; así como en librería Alas de Papel, calle Brasilia 42-a, fraccionamiento Ciudad del Valle.