Al menos 17 casos fueron documentados en la investigación “Traficantes de ADN”, a través de la cual se revela un mercado negro que lucra con el dolor de quienes sufren la desaparición de un ser querido que un día cualquier a ya no regresó a casa.
“Treinta personas, familiares de desaparecidos, están reunidas en un salón del DIF Guadalajara que ellas mismas consiguieron prestado una tarde de verano de 2018. Mariana García Sosa llega con varios kits para realizar muestras genéticas que no les cobrará, si bien las tomas y el procesamiento cuestan entre cuatro y diez mil pesos. Los familiares no desconfían porque el contacto se hace por medio de una conocida activista en la causa de los desaparecidos. La estrategia de Central ADN es ir detrás de las líderes de los colectivos, las madres más entronas y confrontativas. Así lo ha hecho en todos los estados: primero busca a una mamá, que la contacta con otra y esa otra con más y se va ganando la confianza de familias de desaparecidos en todo el país.
En el salón García Sosa les pide los nombres de sus familiares desaparecidos, las fechas de los hechos, los números de expedientes, y les hace firmar un consentimiento. Los datos los almacena en un sobre grande, uno por cada familia, cada uno con un código. Toma las muestras de saliva usando guantes blancos. Usa reactivos de plástico negro que tienen una especie de algodón duro que se abre y se cierra; la saliva la mete en un tubo y le pone una etiqueta. Cuando se va, guarda los sobres en un sofisticado portafolio negro.
Una de las personas que entrega su ADN es Mónica, quien pide omitir su apellido. Es una mujer de unos cincuenta años, de mirar intenso y carácter combativo que busca a su hijo y a su esposo desaparecidos. ADN México y sus emisarios les prometieron:
—Que ese laboratorio tenía acceso directo a la plataforma de ADN de la PGR y que podían hacer confrontas directas con los resultados que nos habían tomado para poder detectar si alguno de nuestros familiares estaba dentro de esa plataforma.
Mónica rememora tres años después y enciende un cigarro.
—Caímos porque nos dijeron que se iba a confrontar con la base de datos nacional.
Sentadas alrededor de la mesa de una cafetería, a unos kilómetros de la Glorieta de los Niños Héroes, el icónico monumento renombrado como “de las y los Desaparecidos”, están María del Refugio Torre, Esperanza Chávez Cárdenas, Amanda González Casillas y Mónica. Una tarde de octubre de 2021 conceden esta entrevista. Son integrantes de Por Amor a Ellxs, colectivo que ha impulsado cambios legislativos, ha realizado informes y ha confrontado a los gobernadores. Ante la falta de acceso a las morgues, que se encuentran saturadas, ellas mismas han elaborado catálogos de señas particulares con las fotos, que les filtran, de los cuerpos que van llegando. Como ellas no pueden ver lo que hay en las oficinas de servicios periciales de otros estados, ahí García Sosa les promete ayuda, les dice que tiene información de cuerpos sin identificar de otros lugares.
—Nos hizo creer que en Michoacán y Baja California Sur había posibles positivos [una coincidencia familiar] —dice Esperanza, una mujer de ojos claros, originaria de Guadalajara. Busca a su hermano Miguel Ángel, un abogado exitoso que desapareció en 2014 en una zona de clase media alta.
A todas les repite lo mismo y empiezan a desconfiar. Peor ocurre con Verónica Espinoza, también integrante del colectivo:
—Un día llega una señorita de un laboratorio y me dice que ella me sacaba mi ADN porque estaba buscando personas para eso. Y que tenía la oportunidad. Adelante, sacó mi ADN y me lo entregó; también el de mi niña y mi nieta —cuenta por teléfono. Tiene cincuenta años, es exempleada de una fábrica de electrónica. Ha tenido diabetes, depresión y otros problemas de salud desde que su hijo Manuel Alejandro fue desaparecido, presuntamente, por policías de Veracruz el 11 de marzo de 2011, a sus veintidós años, en tiempos del gobernador Javier Duarte.
García Sosa le toma la muestra durante una reunión del colectivo en el Parque Rojo, donde pasan muchos autos y hay una parada de tren.
—No fue en un laboratorio—dice Verónica—. Hasta yo dije: “¿Cómo?, ¿aquí?”. Traía una bolsa y sacó todo nuevo, eso sí, me consta que sacó todo nuevo. Me pinchó el dedo y en un cartoncito donde venían unos circulitos, ahí puso las gotitas de la sangre.
Un mes después García Sosa la cita en un café, le entrega un informe de resultados y le dice que, según los registros en su base de datos, hay dos cuerpos en Veracruz y Puebla que tienen 80% de coincidencia con su ADN. Verónica y sus compañeras comienzan a organizar el velorio, a juntar dinero. Pero la mujer ya no llama.
La empresaria vuelve en un mes, revisa su laptop y le dice a Verónica que no, que no hay ninguna identificación relacionada con ella. Un golpe devastador.
La oferta de muestras gratis de Central ADN en Guadalajara tiene una contracara: les piden que hablen bien del laboratorio ante el Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses, la morgue estatal, y que usen su influencia para conseguir citas con funcionarios públicos que pueden negociar contratos. En esas reuniones lo comprenden todo.
—Ella estaba vendiendo su trabajo —dicen—, fuimos usadas.
Jalisco, el estado con más desapariciones, era un botín para la empresa que buscaba contratos. Como también lo fueron Veracruz y Coahuila.
Jorge Verástegui tiene una historia similar. Llega puntual a un café Le Pain Quotidien de la Ciudad de México, donde lo cita García Sosa el 25 de enero de 2018. Es un veinteañero, habla con acento norteño y cuida sus palabras porque es abogado. Aunque desconfía, asiste porque la mujer habla de la posibilidad de identificar a su hermano y sobrino desaparecidos y le menciona detalles del expediente confidencial, algo que le parece raro. Le dice que Central ADN tiene un contrato con la Fiscalía de Coahuila para identificar restos óseos muy degradados que, supuestamente, sólo su laboratorio puede procesar en México.
—Me explica detalles que no tendría que conocer, como dónde habían localizado los restos. Porque se supone que, ellos, como laboratorio, sólo tendrían acceso a las muestras de referencia o al material que la fiscalía les otorga. Para evitar estas cosas, incluso no romper la secrecía de la investigación. Pero, al parecer, la Fiscalía les dio acceso al expediente completo y ella tenía nuestros datos.
Desde muy joven, Jorge ha recorrido instancias públicas y se ha enfrentado con las autoridades. Ha sido una voz que incomoda. Justo por eso cree que se acercaron, para intentar cooptarlo.
Otros familiares en Coahuila tuvieron problemas con Central ADN. A Julio Sánchez Pasillas y Georgina Aranda les informó una amiga cercana que el laboratorio había identificado dos huesos, un diente y una mandíbula, de su hija Thania, que desapareció el 21 de enero de 2012 cerca de Torreón, cuando iba rumbo a una fiesta. Tenía veintidós años. La empresa había analizado los restos recuperados en el ejido Santa Elena como parte de uno de los contratos firmados con la Fiscalía, que les autorizaba únicamente a extraer ADN, no a confrontar con otras muestras. Georgina dice que García Sosa se lo informó a una mamá buscadora y así la noticia empezó a regarse. Cuando la amiga le dio la noticia por teléfono, las compañeras del colectivo llamaron a un sacerdote.
—El sacerdote habló y dio unas palabras, hizo una oración, le hizo bendiciones a Thania, pero a mí no me caía el veinte; yo estaba sorprendida, no podía hablar. Haga de cuenta que tenía un pedazo de hielo en mi corazón, que yo no lo creía.
Dos peritajes independientes que realizó el Ministerio Público —dice Georgina— mostraron que la mandíbula era de un perro y los huesos eran de dos hombres distintos.
La muela sí dio positivo, pero su madre no la considera una prueba contundente:
—Si es una muela, le doy gracias a Dios porque sé que mi hija está viva. A mí me faltan cuatro muelas y todavía sigo dando guerra.
Más familias consultadas narran casos parecidos: citas en cafeterías, promesas de identificaciones fallidas, ilusiones.
Algunos piensan distinto. Personas como Silvia Ortiz, la líder de Grupo Vida, una de las organizaciones de víctimas en Coahuila, respaldan a esta empresa. Ella trabajó de cerca con Central ADN y con García Sosa porque los considera un buen laboratorio, capaz de identificar el tipo de restos que recuperan en su estado: trozados, quemados, degradados, del tamaño de una uña.
—La capacidad del laboratorio de Coahuila para identificar los restos era bastante nula. La Policía Federal, la más equipada, no sólo tenía restos del estado, sino de todo el país y tenía saturación. Por eso se decide contratar a este laboratorio —dice la mamá de Stephanie Sánchez Viesca Ortiz, desaparecida en 2004, a los quince años.
Algo similar opina Lucy Díaz, líder del Colectivo Solecito, en Veracruz, aunque desconoce el entramado que une a Central ADN. Ahí, según la prensa local, Mariana García Sosa y su laboratorio tomaron muestras genéticas gratuitas a familiares de personas desaparecidas y donaron otras tantas a la Fiscalía de Jorge Winkler —hoy prófugo de la justicia—. En el predio Colinas de Santa Fe se habían descubierto 156 fosas clandestinas y la morgue estaba rebasada con restos sin identificar.
—En ese tiempo Mariana [García Sosa] estaba tratando de ganarse un mercado ahí. Yo no lo veía mal porque, evidentemente, la identificación también va a tener que salir de cosas privadas.
Algunos familiares consultados en Veracruz, donde no hubo contrato, aseguran que García Sosa les dijo que los perfiles genéticos los conseguía de la Comisión Nacional de Seguridad”.
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