No basta con poner solemne cara de autónomo, para serlo. No es suficiente declararse autónomo para serlo: los hay que sienten una cosa, piensan otra, dicen una más y hacen de otra más. Si un procedimiento no es democrático, tampoco lo será el resultado. El ejemplo de esto lo observamos en lo que ocurre al seno del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. En la sima vemos lo que ocurre con la Suprema Corte.
De entrada, remontémonos al año 1814, en el que el texto de la Constitución de Apatzingán (artículo 84), instruía al Congreso para elegir a “los individuos del supremo tribunal de justicia”, puntualizando que eso debería darse conforme a los artículos 151, 152, 153, 154, 156 y 157. Todo ese articulado se refería a la serie de reglas que debían resultar en la “elección de individuos para el supremo gobierno”. Ahí están presentes, sin duda, las ideas de José María Liceaga, José María Morelos y de José María Cos, entre otros.
Más adelante, en 1824, se aprueba un nuevo orden, que modifica partes procedimentales, pero que respeta la esencia de la separación de poderes. En el artículo 127 se prevé que “La elección de los individuos de la Corte Suprema de Justicia será en un mismo día por las legislaturas de los Estados a mayoría absoluta de votos”.
Así, tanto en la Constitución de Apatzingán como en la de 1824, se faculta al Poder Legislativo para sancionar la elección (esto es, da fe de su existencia y autenticidad), pero el poder “de los individuos de la Corte Suprema de Justicia” mantiene como fuente primigenia la soberana voluntad del pueblo mismo. Esto último se manifiesta con absoluta claridad en el texto de Apatzingán, que luego es retomado una y otra vez: “… la soberanía reside originariamente en el pueblo” (artículo 5 º).
Más adelante, la Constitución Política de la República Mexicana de 1857 establece en su artículo 92 que la elección de los individuos de la Suprema Corte de Justicia “será indirecta en primer grado, en los términos que disponga la ley electoral”. La concepción de la naturaleza y alcances de las facultades del Poder Judicial es interesante en ese caso, dado que la Corte es integrada no solamente por los ministros, sino por “un fiscal y un procurador general” (artículo 91). No obstante, la separación de los poderes de la Unión se mantiene, una vez más, al menos en la letra de la Ley Fundamental. Cabe señalar casi de manera anecdótica que es el Congreso Constituyente de 1856-1857 el que determina desaparecer del mapa de la representación nacional, al Senado de la República.
Lo que nos interesa en este caso particular es poner de relieve el hecho de que en 1857 se determina que sean las legislaturas de los Estados las que definan a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia. La razón de esto se remonta a las concepciones originales de 1814, en donde se había manifestado que la soberanía residía en el pueblo y que, sobre tal base, residiría “su ejercicio en la representación nacional compuesta de diputados elegidos por los ciudadanos” (artículo 5º, 1814; 39º, hoy).
Transcurren seis décadas. El principio de la separación de poderes se conserva incluso en el texto original de 1917. En esta se precisa que será el Congreso de la Unión en funciones de Colegio Electoral el que defina los nombres de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (artículo 96). Cuando se alude al Congreso de la Unión se hace referencia a Diputados Federales y a los Senadores de la República; aquí, a diferencia de lo que ocurre con la Constitución del ’57, que se refiere al Congreso de la Unión (artículo 51) y al Congreso Federal (artículo 65), de manera indistinta, pero aludiendo solamente a la Cámara de Diputados.
De hecho, el espíritu del legislador fue contundentemente claro, pues modificó la iniciativa carrancista. La propuesta original implicaba la intervención del Ejecutivo. El texto precisaba que “Los miembros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, serán nombrados por las Cámaras de Diputados y Senadores reunidas”, aunque en el segundo párrafo propuesto –y desechado luego–, se proponía que el Ejecutivo hiciese “observaciones y proponga, si lo estimare conveniente, otros candidatos”. La iniciativa fue rechazada parcialmente y al final se deja a un lado la intervención del titular del Poder Ejecutivo federal.
No obstante, nada es para siempre. Es el 20 de agosto de 1928 cuando finalmente se pone fin a la separación de poderes. El presidente de la República era Plutarco Elías Calles, que deja el cargo el 30 de noviembre de ese mismo año. Tras dejar el cargo, asume el “liderazgo” del periodo denominado “Maximato” o de lo que Vasconcelos denomina “Pelelismo”.
Aquí conviene recordar otro asunto vinculado con la concentración de poder en manos de Elías Calles. El “Manco de Celaya” es despachado al más allá por José de León Toral, miembro de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana. La fecha: 17 de julio de 1928, unos cuantos días luego de ganar las elecciones presidenciales en que logra la reelección. El sustituto: Emilio Portes Gil, que inicia el periodo conocido como Maximato.
Los títeres de Elías Calles, tanto Emilio Portes Gil, como Pascual Ortiz Rubio y Abelardo L. Rodríguez, duran en suma seis años al frente del Poder Ejecutivo. En el periodo denominado “Pelelismo” se hace claro que el Poder Judicial queda en manos de quien verdaderamente maneja a los encargados del Poder Ejecutivo: “El turco”. La reforma se había realizado para concentrar más poder en la figura presidencial, lo que encajaba en la lógica callista de ejercicio del poder y con su aspiración de poner fin la era de los caudillos, para serlo solamente él mismo.
El lunes 20 de agosto es publicada en el Diario Oficial de la Federación la reforma con la que se reconcentra el poder en una sola persona, el Presidente de la República. Ya no será el Congreso de la Unión el que determine los nombres de los integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, sino el Presidente de la República. Con esa misma reforma la intervención del Congreso se restringe solamente a la Cámara de Senadores, cuya facultad se reduce a su menor expresión, al quedar plasmado el texto del artículo 96 de la forma siguiente: “Los nombramientos de los Ministros de la Suprema Corte, serán hechos por el Presidente de la República y sometidos a la aprobación de la Cámara de Senadores, la que otorgará o negará esa aprobación, dentro del improrrogable término de diez días”.
De esta manera, en el caso de los Ministros de la Suprema Corte de Justicia, el Poder Legislativo interviene en la designación lo mismo que el titular del Poder Ejecutivo, aunque este último es el que tiene la facultad de iniciar el proceso y de concluirlo, lo que se refina con la reforma posterior de 1994.
¿Qué hacer? El 5 de febrero de 1903, el implacable Ricardo Flores Magón escribe en “El Hijo del Ahuizote” su punto de vista sobre lo que ocurría con la Carta Magna y con la nación misma: “Cuando ha llegado un 5 de febrero más y encuentra entronizada la maldad y prostituido al ciudadano; cuando la justicia ha sido arrojada de su templo por infames mercaderes y sobre la tumba de la Constitución se alza con cinismo una teocracia inaudita ¿Para qué recibir esta fecha, digna de mejor pueblo, con hipócritas muestras de alegría?” Y enseguida agregaba: “La Constitución ha muerto, y al enlutar hoy el frontis de nuestras oficinas con esta fatídica, protestamos solemnemente contra los asesinos de ella, como escenario sangriento al pueblo que han vejado, celebren este día con muestras de regocijo y satisfacción”.
Pero la esperanza no muere. El dos de diciembre de 2012 se firma el Pacto por México. El documento refleja que en el país existe la posibilidad del dialogo, instrumento que evidentemente ha privilegiado el presidente Enrique Peña Nieto. Es a partir de eso que inicia una serie de reformas que impactan en todos los frentes de la vida pública.
Quizá es momento de retomar la senda marcada por el principio de los pesos y contrapesos. La historia se puede reconstruir.
Convendría analizar la posibilidad de retomar el texto sabio del constitucionalismo original y modificar de nuevo el artículo 96 de la Constitución Federal. Así, el Poder Judicial lograría una verdadera independencia desligándolo de las decisiones del Poder Ejecutivo y restringiendo las del Poder Legislativo en relación con el Poder Judicial. No debe ser reforma contra el Presidente López Obrador, sino con una visión de futuro y para reparar lo destruido en 1928. Es la oportunidad, no de hacer la historia, sino de rehacerla.