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Y un atravesado Benedetti: Octavio Paz y Alfonso Reyes, para conocernos en la otredad

A mi estimado amigo don Arturo García Gutiérrez, lector y crítico equilibrado

En el alto firmamento intelectual del México del siglo XX, encontramos dos soles: al celeste Octavio Paz y al monumental Alfonso Reyes. No solamente han irradiado sus ideas al mundo, sino que han traído las ideas del mundo, al nuestro. Han llevado el potentísimo universo de ideas mexicanas, al resto del mundo, ese vasto mundo de eso que podríamos denominar “Lógica mexicana” mestiza (don Antonio Rubio dixit). Es el sinuoso camino de la universalización.

No están solos en ese cielo casi siempre paradójico nocturno y luminoso, como festivo oxímoron. Ahí están otras presencias queridas como la de Antonio Caso, José Vasconcelos, José Juan Tablada, Juan José Arreola, José Revueltas, Juan Rulfo, Carlos Monsiváis, José Agustín, Elena Garro, Jaime Torres Bodet, entre tantos, ¡tantísimos otros! Aparte mencionaría los nombres de Elena Poniatowska, Ulalume González de León y el de Carlos Fuentes, como casos de mexicanidad adoptiva.

Por cierto, el ilustre uruguayo Mario Benedetti incorpora el poema «Esta es mi casa», en la obra «Solo mientras tanto». Produce ese texto entre 1948 y 1950, aunque es publicado por primera vez en 1950. Si el vate nace en 1920, significa que ese poemario es publicado hasta que tiene 30 años de edad.

Por su parte, Alfonso Reyes, que nace en 1889 regala al mundo su «Sol de Monterrey», en 1938. El luminoso poeta tenía entonces 49 años, casi medio siglo en el mundo. En esa fecha, Benedetti era un adolescente de apenas 18 años y le hacía falta vivir otros 12 años para publicar «Esta es mi casa».

Así pues, entre el «Sol de Monterrey» (1938) de Don Alfonso y «Esta es mi casa» (1950) de Benedetti, media una distancia de 12 años y de unos 8 mil kilómetros, en línea “recta” (naturalmente, si la tierra fuese plana, como aún suponen algunos y todos en ciertas ocasiones), entre la Ciudad de México y Montevideo. ¿Qué es lo que une a los dos poemas y a los dos poetas?: quizá el plagio parcial, quizá realizado inconscientemente. La influencia y el plagio son cosas diferentes; la influencia se reconoce, como Paz a Samuel Ramos, mientras que el plagio vanamente se intenta ocultar.

El poema de Benedetti inicia con la siguiente estrofa: “No cabe duda. Ésta es mi casa/ aquí sucedo, aquí/ me engaño inmensamente./ Ésta es mi casa detenida en el tiempo”. Por su parte, el gloriosísimo poema de Alfonso Reyes da inicio con la siguiente estrofa: “No cabe duda: de niño,/ a mí me seguía el sol”.

Entre los poemas existen coincidencias por una parte, pero también enormes distancias en otro sentido. Benedetti se duele de la amenaza de destierro, de la dictadura, de todo lo que atenta contra la humanidad y contra su propia posible felicidad. Por su parte, don Alfonso le canta a todo aquello que enriquece el alma, a esa gloriosa satisfacción que proviene de una vida que ha sido llevada con clara conciencia de su valor y que siempre remite a las profundas raíces de la infancia.

En efecto, otras cosas unen a los poemas. Una de esas cosas es el eje de todo poema, que es la conciencia sobre la vida y la muerte, del instante y de la eternidad, del origen y el fin, de la mismidad y de la otredad. En ambos casos el poema inicia con la misma frase: “No cabe duda”. El poema de Benedetti consta de cuatro estrofas, y en la primera y en la tercera repite la frase: “No cabe duda”. En el “Sol de Monterrey”, Reyes Ochoa la usa solamente una vez: no necesita más para adornar con la luz celestial un poema de tanta perfección.

El poema de Benedetti concluye con una estrofa de sereno dejo de amargura: “Y yo no sabré dónde guarecerme/ porque todas las puertas dan afuera del mundo”. Contrario, el canto de don Alfonso, concluye con una fatiga de tanto amar la vida pero igual tocando a las puertas del final de los días: “Cuando salí de mi casa/ con mi bastón y mi hato,/ le dije a mi corazón:/ -¡Ya llevas sol para rato!-/ Es tesoro —y no se acaba:/ no se me acaba – lo gasto./ Traigo tanto sol adentro/ que ya tanto sol me cansa.-/ Yo no conocí en mi infancia/ sombra, sino resolana”. ¿Acaso no parece texto entresacado de una parte del Viejo Testamento?

Más adelante, en 1957, don Octavio Paz publica su “Piedra de sol”, en donde transita de la extraña dulzura de un “adolescente rostro innumerable,/ he olvidado tu nombre, Melusina,/ Laura, Isabel, Perséfona, María,/ tienes todos los rostros y ninguno,/ eres todas las horas y ninguna,/ te pareces al árbol y a la nube,/ eres todos los pájaros y un astro,/ te pareces al filo de la espada/ y a la copa de sangre del verdugo,…”, para ir luego al estruendo e indecente arrebato de las voces que agobian castos oídos con versos tales como: «“déjame ser tu puta”, son palabras/ de Eloísa, mas él cedió a las leyes,/ la tomó por esposa y como premio/ lo castraron después;/ mejor el crimen,/ los amantes suicidas, el incesto/ de los hermanos como dos espejos/ enamorados de su semejanza,/ mejor comer el pan envenenado,/ el adulterio en lechos de ceniza,/ los amores feroces, el delirio,/ su yedra ponzoñosa, el sodomita/ que lleva por clavel en la solapa/ un gargajo, mejor ser lapidado/ en las plazas que dar vuelta a la noria/ que exprime la substancia de la vida,/ cambia la eternidad en horas huecas,/ los minutos en cárceles, el tiempo/ en monedas de cobre y mierda abstracta…”

Pero regresar a los terrenos de la gloriosa coincidencia y suprema disidencia implica retornar a los soles. México es iluminado por dos soles en su siglo XX: en la primera mitad, no cabe duda, el sol es don Alfonso Reyes. Su “Sol de Monterrey” es como extraído de las venas más profundas del Cantar de los Cantares. El otro sol es don Octavio Paz, que precisamente con su “Piedra de sol”, horada profundo en el ser universal y profana la hipócrita estabilidad de un mundo que se sabe lleno de máscaras; don Octavio irradia, por cierto, “El laberinto de la soledad” en 1950, como cortando al siglo por la mitad y atravesando hasta las mismas meditaciones profundas de Samuel Ramos, en el momento en el que Benedetti publica «Esta es mi casa» (1950).

[Una breve digresión: don Octavio Paz rendía pleitesía a don Ireneo Paz, su abuelo. El viejo porfirista abordó un tema que a los nayaritas nos incumbe. Se trata de su obra titulada «Manuel Lozada. El tigre de Alica» (1895), a quien le da trato de simple bandolero. La historia de Lozada es compleja y no es sencillo reducirlo a un epíteto. Fin de esta divagación].

No cabe duda pues, que ahí tenemos a tres grandes de la poesía: Benedetti, Reyes y Paz. No importa nada más. Nadie, al fin y al cabo, es dueño de las palabras y menos de los sentimientos que recorren el mundo. La historia finalmente la hacen los que la escriben, ni siquiera los protagonistas. ¿Cómo define la vida el Macbeth shakesperiano?: “Es un cuento/ contado por un idiota, lleno de sonido y furia,/ que no significa nada”. Es verdad que “El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado” (W. Faulkner). Siempre está ahí, vigilante, como muro eterno, indestructible.

El firmamento en México, fue iluminado con el pensamiento de dos soles: Octavio Paz y Alfonso Reyes. Dos grandes que apenas son la muestra de grandes pensadores mexicanos que nos han dado la oportunidad de reconocernos. Reconocernos como en los otros, como en un espejo. A esa otredad se refirió Cummings, también en 1950: «cómo pretendería un loco que a sí mismo se llama “yo” / abarcar el innumerable quien?» Esa es la otredad en la que todos podemos caber. No cabe duda.

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