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Todos los derechos para todos: Discriminación, igualdad de género y democracia

“Con oportunidades sociales adecuadas, los individuos pueden formar efectivamente su propio destino y ayudarse unos a otros; no necesitan ser considerados como los receptores pasivos de los beneficios de ingeniosos programas de desarrollo” Amartya Sen

En repetidas ocasiones se suele confundir causa con efecto o efecto con causa. Aquí se requieren propuestas para una definición más totalizadora, que abarque a todas las víctimas de una sociedad que enlaza estructura económica con instituciones, pero en donde el componente cultural-institucional se subordina a la economía. Las instituciones, de pronto, se convierten en manifestación misma de la discriminación: deben ser transformadas y deben serlo de manera radical.

Los problemas que son serios deben tener soluciones serias. Los problemas que afectan a todos, que impactan de una u otra manera a la sociedad en su conjunto, en uno u otro grado, deben involucrar a todos en sus soluciones.

Suele decir la conocida expresión popular que no se puede tapar el sol con un dedo. Tampoco se puede tapar un pozo en un muro donde hay cien, donde hay mil. Las soluciones a problemas multifactoriales deben implicar propuestas multidimensionales. El problema de la desigualdad de hombres y mujeres tiene explicaciones culturales profundas.

La mujer es víctima de discriminación y de trato desigual ante retos iguales. Esos problemas que afectan a la mujer, ¿no nos parecen familiares en otras esferas de la sociedad actual? En efecto, las mujeres son víctimas de discriminación, de todo aquello que se asocia con la desigualdad. De ello también son víctimas los pueblos originarios (que en México se niegan a ser denominados con el vocablo “indígena” o “indios”). A esa lista habrá que agregar a las personas de edad avanzada, a los niños que por millones se ocupan en el mercado laboral, lo que les impide asistir a la escuela y los condena a una pobreza estructural, esa que se hereda de una generación a otra.

La llamada comunidad LGBTTQ, no solamente se observa como víctima de discriminación, sino de marginación, rechazo social y de violencia fatal. La pobreza misma, va de la mano de la discriminación y hasta de la criminalización, pues se asocia pobreza con naturaleza criminal. ¿Cómo avanzar en la solución a la problemática descrita? Las respuestas deben derivar del análisis, del diagnóstico que defina las causas más profundas.

La concepción holística del problema, en este caso, conduce a una propuesta de soluciones también holísticas desde una perspectiva democrática. No se debe avanzar, ni es posible hacerlo en un frente sin descuidar los otros. Avanzar ahí solamente es comparable con quien intenta tapar mil fugas de agua en el muro, quitando un dedo de uno para ponerlo en otro. Habrá que pensar en soluciones que no afecten los derechos humanos de cada persona en aras de una justicia más socializada. Esto es, que los derechos de unos no sacrifiquen los derechos de otros. Los derechos de muchos no deben sacrificar los derechos de cada persona. Por eso, algunas propuestas tienen que ver con la posibilidad de un ingreso básico para los individuos así como con el recorte gradual de la jornada laboral.

El siglo XXI parece plantarse al centro de la vida pública, como el siglo de los derechos humanos. Los derechos humanos “están de moda”. Una moda que no lo es tanto por el respeto que se muestra a los derechos fundamentales, sino porque ahora queda claro quienes los burlan descaradamente y quienes les rinden respeto. Los cambios que se registran en la “aldea global” que profetizó McLuhan, permiten a todo mundo percatarse de acciones atentatorias contra los derechos humanos. De ahí la presencia de esa “moda”.

La igualdad es quizá una de las mayores manifestaciones de los derechos humanos, pues implica no discriminación sino inclusión, oportunidades iguales y acciones reivindicatorias. Una de las más grandes utopías es la de la igualdad. Parece meta inalcanzable, cuya expresión antinómica, la desigualdad, solamente se transforma, pero no se extingue, no se destruye. Una de las más potentes batallas, de cientos de años, de grandes épocas, es la lucha por la igualdad de hombres y mujeres. Igualdad que naturalmente no puede ser biológica, pues las diferencias son evidentes. No una igualdad fisiológica, pues las diferencias en ese sentido, esa contradicción resulta complementaria en la lógica evolutiva. La igualdad que se proclama, la igualdad que se reclama y se promueve, es la igualdad ante la ley, la igualdad de oportunidades, sin restricciones concebidas para excluir a las mujeres de algunos roles dentro de la sociedad. Igualdad que, tampoco debe excluir a los hombres de algunos roles que parecen destinados a las mujeres.

¿Acaso no nos resulta extraño ver que una mujer conduzca un camión blindado?, ¿no resulta extraño ver a un hombre tejiendo un punto de cruz?, ¿no resulta automáticamente irrisorio ver a una mujer en un taller mecánico en calidad de “mecánica”?, ¿no libera cierta hilaridad observar a un hombre oficiando de cosmetólogo? Todo ello deriva del uso de “clichés”, deriva de una cultura que divide las labores que se realizan en la sociedad con criterios sexistas.

Esa idea que atribuye habilidades o preferencias en función de los sexos, en la esfera laboral, es una herencia medieval y anterior. Algunas labores generalmente eran asignadas por convencionalismos, a las mujeres y otras a los hombres. Al “sexo débil” se le solían asignar tareas apropiadas a una persona con menos fuerza física, con menos capacidades para realizar tareas que exigían fuerza muscular, fuerza bruta. Por el contrario, al hombre se le asignaban las tareas más rudas, de mayor reclamo corporal. Así, al hombre se le asignaban tareas como la caza, la pesca pero no la recolección, que se dejaba para las mujeres. El hombre podía enfrentarse a las bestias casi “de igual a igual”, pero las mujeres no podían hacerlo.

Hay un momento crucial en el que tales criterios dejan de ser aplicables. Las grandes transformaciones tecnológicas que se registran a mediados del siglo XVIII, en lo que a estas alturas resulta ser la Primera Revolución Industrial permiten a la mujer y a los menores de edad incorporarse con relativa facilidad a la esfera productiva. A esas transformaciones se refiere Marx en El Capital. Si esas transformaciones empiezan a incorporar a las mujeres y a los niños a la esfera laboral, no es resultado de una voluntad liberadora de la mujer, sino de la ambición por una mayor ganancia a partir de la reducción del componente salarial.

Tener una idea clara de los orígenes de la incorporación de las mujeres en el mercado laboral, es de la mayor importancia para comprender lo que ocurre en la actualidad. Esto con mayor razón en un momento de la historia en la que los cambios tecnológicos se registran de manera avasalladora, de tal suerte que en repetidas ocasiones se pierde la percepción de lo que ocurre en esa esfera.

Si conducir un camión era una hazaña hace un siglo, aún con la fuerza física de un varón, para la mujer resultaba casi imposible. Hoy eso ya es cosa de un pasado imposible de exhumar. Un hombre de casi cualquier edad, una mujer con una mínima complexión, un niño incluso, pueden conducir un camión, un barco, un avión. El cambio es drástico y ha liberado a hombres y mujeres del trabajo basado en la potencia muscular. Solamente que de esa historia quedan los vestigios culturales cuyas raíces se hunden a siglos, a milenios atrás.

Pensar en los problemas de la discriminación por razones de género, no debe reducirse a la discriminación por razones de sexo. Es necesario avanzar, en serio, en dirección al reconocimiento y respeto a todos los derechos de todos, no solamente en el terreno de lo formal, sino en el de la realidad. La discriminación es un monstruo de mil rostros, va más allá de una concepción binaria y sexista del género. La democracia requiere de cambios profundos en el plano social, en lo económico, en lo político, lo cultural y exige reformar lo formal.

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